Cien años de soledad por Gabriel García Marquez


Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de 
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces 
una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas 
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos 
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para 
mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia 
de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y 
timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de 
barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una 
truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios 
alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el 
mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, 
y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, 
y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había 
buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. 
«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de 
despertarles el ánima.»

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